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  • Foto del escritorMauricio Bertero

El Shock del Futuro, hoy

"La afirmación de que el mundo «se ha vuelto loco», el eslogan pintado en las paredes de que «la realidad es una muleta», el interés por las drogas alucinógenas, el entusiasmo por la astrología y el ocultismo, la busca de la verdad en la sensación, el éxtasis y la «experiencia cumbre», la desviación hacia un subjetivismo extremado, los ataques contra la ciencia, la progresiva creencia de que al hombre le ha fallado la razón, reflejan la experiencia cotidiana de masas de personas corrientes que descubren que no pueden enfrentarse racionalmente con el cambio". Fragmentos de "El Shock del Futuro", obra clásica de Alvin Toffler que hace casi 4 décadas planteó que el cambio acelerado tiene una influencia tal en las personas que puede provocar aberraciones, alteraciones, percepciones, conductas y creencias como las que somos testigos en estos años. Dentro de las muchas interpretaciones para entender el trastornado mundo social de hoy es ésta, a mi juicio, una perspectiva que no puede ser ignorada. Un mundo real que tiene su correlato en Internet con una cantidad tal de información contradictoria que nos lleva a la parálisis a la hora de elegir la opción que deseamos tomar. (*)



LA DIMENSION PSICOLÓGICA

Si el «shock» del futuro no fuese más que una dolencia física, sería fácil prevenirlo y curarlo. Pero el «shock» del futuro ataca también a la psique. Así como el cuerpo cruje bajo la tensión de un estímulo excesivo del medio, así la «mente» y sus procesos de decisión se comportan de un modo errático cuando están sobrecargados. Al acelerar desaforadamente los motores del cambio, nos exponemos a lesionar no sólo la salud de los menos dotados para el cambio, sino también su capacidad para actuar racionalmente en su propio beneficio, Las impresionantes señales de desquiciamiento que vemos a nuestro alrededor — creciente uso de drogas, auge del misticismo, repetidas explosiones de vandalismo y de caprichosa violencia, políticas de nihilismo y de nostalgia, apatía morbosa de millones de personas— podrán ser mejor comprendidas si observamos su relación con el «shock» del futuro. Estas formas de irracionalidad social pueden ser reflejo, en condiciones de un exceso de estímulos en el medio, del deterioro de la capacidad individual de tomar decisiones.


Los psicofisiólogos, al estudiar el impacto del cambio en diferentes organismos, demostraron que una buena adaptación sólo puede producirse cuando el nivel del estímulo —cantidad de cambio y novedad del medio— no es demasiado alto ni demasiado bajo. «El sistema nervioso central (1) del animal superior —dice el profesor D. E. Berlyne, de la Universidad de Toronto— está concebido para enfrentarse con el medio que produce cierto grado de... estímulo... Es natural que no actúe de la mejor manera en un medio que le produzca una tensión o una carga excesiva.» Lo propio dice acerca de los medios poco estimulantes. En efecto: los experimentos realizados con venados, perros, ratones y hombres señalan todos ellos, de modo inequívoco, la existencia de lo que podríamos llamar un «nivel de adaptación», por debajo y por encima del cual falla, simplemente, la capacidad de adaptación del individuo.


El «shock» del futuro es la respuesta a un estímulo excesivo. Se produce cuando el individuo se ve obligado a actuar por encima de su nivel de adaptación. Se ha dedicado considerable esfuerzo al estudio del impacto del cambio y de la novedad inadecuados sobre la actuación humana. Exámenes de hombres aislados en puestos de la Antártida, experimentos sobre privación sensorial, investigaciones sobre actuaciones laborales en las fábricas, ponen de manifiesto una disminución de las facultades mentales y físicas como respuesta a un estímulo deficiente. Poseemos menos datos directos sobre el impacto del superestímulo, pero las pruebas que tenemos de él son dramáticas e inquietantes.


EL INDIVIDUO SUPERESTIMULADO

Los soldados en guerra se encuentran, a menudo, atrapados en medios rápidamente cambiantes, desconocidos e imprevisibles. El soldado se ve zarandeado de un lado a otro. Las granadas estallan en todas partes. Las balas silban en todas direcciones. Mil destellos iluminan el cielo. Gritos, gemidos y explosiones llenan sus oídos. Las circunstancias cambian de un momento a otro.


Para sobrevivir en este medio superestimulante, el soldado se ve obligado a operar en los más altos niveles de su campo de adaptación. A veces, es empujado más allá de sus límites. Durante la Segunda Guerra Mundial, un barbudo soldado chindit (2), que luchaba, en Birmania, con las fuerzas del general Wingate detrás de las líneas japonesas, se quedó dormido bajo un diluvio de balas de ametralladora. Una investigación ulterior reveló que aquel soldado no había reaccionado simplemente a la fatiga y la falta de sueño, sino que había cedido a una tremenda apatía.


El deterioro mental solía empezar con una sensación de fatiga, seguida de confusión e irritabilidad nerviosa. El hombre se volvía hipersensible al menor estímulo del medio. Se arrojaba al suelo a la menor provocación. Daba señales de pasmo. Parecía incapaz de distinguir el ruido del fuego enemigo de otros ruidos menos amenazadores. Se volvía tenso, ansioso y terriblemente irascible. Sus camaradas nunca sabían si se pondría furioso, o incluso violento, como reacción a la menor contrariedad.


Después, entraba en la última fase: la de agotamiento emocional. El soldado parecía perder todo deseo de vivir. Renunciaba a luchar para salvarse, a conducirse de un modo racional en el combate. Se volvía, según dijo R. L. Swank (4), que dirigió la investigación inglesa, «torpe y descuidado..., mental y físicamente retrasado, preocupado». Incluso su rostro se tornaba inexpresivo y apático. La lucha por adaptarse había terminado en derrota. Había llegado a la fase de retirada total.


El hecho de que, cuando se halla en condiciones de novedad y grandes cambios, el hombre se comporta irracionalmente, actuando contra su propio y evidente interés ha sido también confirmado por los estudios sobre el comportamiento humano en los incendios, inundaciones, terremotos y otras crisis semejantes. Incluso las personas más estables y «normales», físicamente ilesas, pueden verse sumidas en estados de antiadaptación. Reducidas muchas veces a una confusión y a una inconsciencia totales, parecen incapaces de tomar las decisiones más elementales.


Así, en un estudio sobre las reacciones a los tornados en Texas, H. E. Moore escribe que «la primera reacción... puede ser de pasmado asombro; a veces, de incredulidad, o, al menos, de negativa a aceptar el hecho. Ésta nos parece ser la principal explicación del comportamiento de ciertas personas y grupos en Waco (5), cuando fue devastada en 1953... A nivel personal, explica por qué una muchacha entró en una tienda de música, a través de un escaparete roto, compró un disco y volvió a salir, aunque el cristal de la fachada del edificio había saltado hecho añicos y los artículos volaban por el aire en el interior del establecimiento».


Un estudio sobre un tornado que azotó Udall (6), Kansas, reproduce las palabras de un ama de casa: «Cuando todo hubo terminado, mi marido y yo nos levantamos, saltamos por la ventana y echamos a correr. No sé adonde nos dirigíamos... Me daba igual. Sólo quería correr.» Una clásica fotografía de catástrofe muestra a una madre, inexpresivo e impasible el rostro, como incapaz de comprender la realidad, sosteniendo en brazos al hijo herido o muerto. Otras veces, la madre aparece sentada en la puerta de su casa, meciendo cariñosamente una muñeca, en vez del hijo.


En las catástrofes, lo mismo que en ciertas situaciones de guerra, los individuos pueden verse psicológicamente abrumados. Y, una vez más, hay que buscar la causa en el alto nivel de los estímulos del medio circundante. La víctima de la catástrofe se encuentra atrapada de pronto en una situación en la que se transforman los objetos y las relaciones conocidas. Donde antes estaba la casa, puede no haber más que un montón humeante de escombros. Acaso vea una choza flotando en las aguas desbordadas, o un bote de remos volando por los aires. El medio está lleno de cambios y de novedades. Y, una vez más, la respuesta se caracteriza por la confusión, la ansiedad, la irritabilidad y una retirada hacia la apatía.

El «shock» cultural (7), la profunda desorientación sufrida por el viajero que, sin la debida preparación, se ha sumergido en una cultura extraña, nos ofrece un tercer ejemplo de fracaso en la adaptación. Aquí, no encontramos ninguno de los ostensibles elementos de la guerra o de la catástrofe. El escenario puede ser absolutamente tranquilo y carente de riesgos. Sin embargo, la situación requiere una adaptación continua a las nuevas condiciones. El «shock» cultural, según el psicólogo Sven Lundstedt, es una «forma de desquiciamiento de la personalidad, como reacción al temporalmente fracasado intento de ajustarse a los nuevos medios y personas».

La persona que sufre el «shock» cultural se ve obligada, como el soldado y como la víctima de la catástrofe, a luchar con sucesos, relaciones y objetos desconocidos e imprevisibles. Su manera habitual de hacer las cosas —incluso cosas tan sencillas como llamar por teléfono— no es ya la adecuada. Tal vez la sociedad extraña esté cambiando con gran lentitud; pero, para él, todo resulta nuevo. Signos, ruidos y otras claves psicológicas pasan corriendo por delante de él sin darle tiempo a captar su significado. Toda la experiencia adquiere un aire surrealista. Cada palabra, cada acción, están llenas de incertidumbre.


En estas condiciones, la fatiga se produce más rápidamente que de costumbre. Además de ésta, el viajero que sufre el «shock» cultural experimenta la que Lundstedt describe como «un sentimiento subjetivo de pérdida, y una sensación de aislamiento y de soledad».


Lo imprevisible de los hechos, fruto de la novedad, socava su sentido de la realidad. Por esto añora, según dice el profesor Lundstedt, «un medio en que la satisfacción de importantes necesidades psicológicas y físicas es previsible y menos incierta». Se vuelve «ansioso, confuso, y, con frecuencia, parece apático». En realidad, concluye Lundstedt, «el "shock" cultural puede ser considerado como una respuesta a la tensión en forma de retirada emocional e intelectual».


Es imposible leer estos informes (y otros muchos) sobre colapsos del comportamiento bajo diversas tensiones sin advertir inmediatamente sus similitudes. Aunque, naturalmente, existen grandes diferencias entre un soldado en combate, una víctima de una catástrofe y un viajero culturalmente dislocado, los tres se enfrentan con un rápido cambio, con una gran novedad, o con ambas cosas a la vez. Los tres tendrían que adaptarse rápida y repetidamente a unos estímulos imprevistos. Y existe un chocante paralelismo en la manera en que cada uno de los tres responde al estímulo excesivo.

Primero: encontramos las mismas pruebas de confusión, desorientación o distorsión de la realidad. Segundo: existen los mismos síntomas de fatiga, angustia, tensión o irritabilidad extremada. Tercero: en todos los casos parece haber un punto del que no se puede volver, un punto en el que triunfan la apatía y la retirada emocional.


En suma: las pruebas de que disponemos sugieren que el estímulo excesivo puede conducir a comportamientos extraños y contrarios a la adaptación.


EL BOMBARDEO DE LOS SENTIDOS

Todavía ignoramos demasiadas cosas sobre este fenómeno para explicar, con fundamento de causa, por qué el estímulo excesivo parece provocar un comportamiento contrario a la adaptación. Sin embargo, podemos recoger importantes claves si comprendemos que aquel estímulo excesivo puede producirse, al menos, en tres niveles diferentes: el sensorial, el cognoscitivo y el decisorio (7 bis).


El nivel sensorial (8) es el más fácil de comprender. Ciertos experimentos sobre privación sensorial, durante los cuales alguien se presta voluntariamente a la interrupción de los estímulos normales de sus sentidos, han demostrado que la falta de nuevos estímulos sensoriales puede conducir a un estado de pasmo y de defectuoso funcionamiento mental. De la misma manera, el flujo de demasiados estímulos sensoriales desorganizados, caprichosos y caóticos, puede producir efectos similares. Por esta razón, los que practican el lavado de cerebro político o religioso se valen no sólo de la privación sensorial (por ejemplo, reclusión en la soledad), sino también del bombardeo de los sentidos a base de destellos de luz, dibujos de colores rápidamente cambiantes y caóticos efectos de sonido: todo el arsenal, en fin, del calidoscopio psicodélico.

El fervor religioso y el extraño comportamiento de ciertos adeptos hippies puede ser debido no sólo al abuso de las drogas, sino también a experimentos de grupo, a base tanto de privación como de bombardeo sensorial. Los monótonos canturreos, los intentos de centrar la atención del individuo en sensaciones corporales internas, con exclusión de estímulos exteriores, son otros tantos esfuerzos por provocar los fantásticos y a veces alucinantes efectos de la falta de estímulo.

En el otro extremo de la escala, advertimos las miradas turbias y pasmadas, las caras inexpresivas de los jóvenes danzantes en las grandes salas de música «rock», donde los cambios de luz, las proyecciones en varias pantallas, los agudos chillidos, los gritos y gemidos, los grotescos trajes y los cuerpos ondulantes y pintados, crean un medio sensorial que se caracteriza por la abundancia de estímulos y por unas extraordinarias sorpresa y novedad.


La capacidad del organismo para hacer frente a los estímulos sensoriales depende de su estructura fisiológica. La naturaleza de sus órganos sensoriales y la rapidez con que los impulsos fluyen por su sistema nervioso levantan barreras biológicas a la cantidad de datos sensoriales que puede admitir. Si examinamos la velocidad con que se transmiten las señales en diversos organismos, veremos que cuanto más bajo es el nivel de evolución más lento es el movimiento. Así, por ejemplo, en un erizo de mar, que carece de sistema nervioso como tal, una señal corre a lo largo de una membrana a una velocidad aproximada de un centímetro por hora.


Es natural que a esta velocidad el organismo puede responder solamente a una parte muy limitada de su medio. Si subimos unos peldaños hasta la medusa, que tiene ya un sistema nervioso rudimentario, las señales viajan 36.000 veces más de prisa: a diez centímetros por segundo. En un gusano, la velocidad aumenta hasta 100 centímetros por segundo. En los insectos y crustáceos, las vibraciones nerviosas se propagan a 1.000 centímetros por segundo; y, entre los antropoides, esta velocidad sube hasta 10.000 centímetros por segundo. Aunque estas cifras son muy aproximadas, contribuyen a explicar por qué el hombre figura, indiscutiblemente, entre las criaturas más adaptables.


Sin embargo, incluso en el hombre, con su velocidad de transmisión nerviosa de unos 30.000 centímetros por segundo (9), las limitaciones del sistema son imponentes. (En una computadora, las señales eléctricas viajan cientos de miles de veces más de prisa.) Las limitaciones de los órganos de los sentidos y del sistema nervioso significan que muchos sucesos del medio se producen a demasiada velocidad para que podamos seguirlos, por lo que, en el mejor de los casos, nuestra experiencia es parcial. Cuando las señales que llegan hasta nosotros son regulares y retiradas, podemos conseguir una representación mental de la realidad bastante buena. Pero cuando están desorganizadas, cuando son nuevas e imprevistas, la exactitud de la imagen mengua necesariamente. Nuestra imagen de la realidad está deformada. Esto puede explicar por qué, cuando experimentamos un estímulo sensorial excesivo, nos sentimos confusos, se borra la línea divisoria entre la ilusión y la realidad (10).


SOBRECARGA DE INFORMACIÓN

Si el exceso de estímulo a nivel sensorial aumenta la deformación con que percibimos la realidad, el exceso de estímulo cognoscitivo perturba nuestra facultad de «pensar». Así como algunas reacciones humanas a la novedad son involuntarias, otras van precedidas de un pensamiento consciente, lo cual depende de nuestra capacidad de absorber, manipular, valorar y retener información (11).


El comportamiento racional, en particular, depende de un incesante suministro de datos procedentes del medio. Depende de la facultad que tenga el individuo de predecir, al menos con algún acierto, el resultado de sus propias acciones. Para ello, debe ser capaz de prever cómo responderá el medio a sus actos. Y así, la sensatez gira en torno a la capacidad del hombre para, partiendo de la información que le suministra el medio, predecir su inmediato futuro personal.


Pero cuando el individuo se halla en una situación que cambia rápida e irregularmente, o en un contexto cargado de novedad, falla la exactitud de sus predicciones. Ya no puede sentar los criterios razonablemente correctos de los que depende su comportamiento racional.


Para compensar esto, para elevar su exactitud al nivel normal, ha de buscar una mayor cantidad de información. Y tiene que hacerlo rápidamente. En resumen: cuanto más cambiante y nuevo sea el medio, mayor información necesita el individuo para tomar decisiones efectivas y racionales.


Sin embargo, así como existen límites en la cantidad de impresiones sensoriales que podemos aceptar, también es limitada nuestra capacidad de manejar la información. Según dice el psicólogo George A. Miller, de la Universidad Rockefeller, existen «severas limitaciones en la cantidad de información que somos capaces de recibir, elaborar y recordar». Clasificando la información, abstrayéndola y «codificándola» de diversas maneras, conseguimos ampliar aquellos límites; sin embargo, numerosas pruebas demuestran que nuestra capacidad es finita.


Para descubrir estos límites exteriores, los psicólogos y los teóricos de la comunicación han empezado a hacer pruebas sobre lo que llaman «capacidad de canal» del organismo humano. A los fines de estos experimentos, consideran al hombre como un «canal». La información entra desde el exterior. Es elaborada.


Existe en forma de acciones fundadas en decisiones. La velocidad y la exactitud del proceso humano de elaboración de la información puede medirse comparando la velocidad de entrada de la información con la velocidad y precisión de su salida.

La información ha sido definida técnicamente y medida a base de unas unidades llamadas «bits» (11 bis). Hasta ahora, los experimentos han establecido grados para el proceso requerido por tareas muy diversas, desde leer, escribir a máquina y tocar el piano, hasta manipular discos graduados o hacer cálculos mentales. Y, aunque los investigadores discrepan sobre las cifras exactas, están plenamente de acuerdo en dos principios básicos: primero, que el hombre tiene una capacidad limitada; segundo, que la sobrecarga del sistema perjudica gravemente la eficacia.


Imaginemos, por ejemplo, un obrero que trabaja en cadena en una fábrica de libretas para niños. Su tarea consiste en apretar un botón cada vez que una libreta, arrastrada por la cinta sin fin, pasa por delante de él. Mientras la correa se mueva a velocidad razonable, el hombre tendrá pocas dificultades. Su eficacia se aproximará al 100 por ciento. Pero sabemos que, si el ritmo es demasiado lento, se distraerá, y su eficacia será menor. Y sabemos también que, si la correa va demasiado aprisa, el hombre se equivocará, se confundirá y actuará desordenadamente. Es probable que se vuelva inquieto e irritable. Tal vez, a impulsos de un movimiento de frustración, le dará una patada a la máquina. En definitiva, renunciará al trabajo para recobrar la paz.


En este caso, las exigencias de información son simples; pero imaginemos una tarea más compleja. Las libretas transportadas por la cinta son de colores diferentes. El hombre tiene que apretar el botón sólo cuando se produzca cierta secuencia de colores: por ejemplo, una libreta amarilla, seguida de dos rojas y una verde. En esta labor tendrá que absorber y elaborar mucha más información, antes de decidir si tiene que apretar o no el botón. Como todo lo demás permanece igual, si la cinta se acelera le será más difícil mantener el ritmo.


En otras tareas aún más complejas no sólo ordenamos al obrero manejar una serie de datos antes de decidir si tiene que apretar el botón, sino que le obligamos a decidir cuál de varios botones tiene que apretar. Y también podemos variar el número de veces que tiene que oprimir cada botón. Sus instrucciones podrían ser las siguientes: Para la serie de colores amarillo-rojo-rojo-verde, pulse una vez el botón número dos; para la serie verde-azul-amarillo-verde, apriete tres veces el botón número seis, y así sucesivamente. Estas tareas exigen que el obrero maneje una gran cantidad de datos para realizar su cometido. En este caso, la aceleración de la cinta perjudicaría su eficacia aún con mayor rapidez.


Se han realizado experimentos de este tipo hasta un grado vertiginoso de complejidad. Los tests comprendían destellos de luces, sonsonetes musicales, letras, símbolos, palabras habladas y una larga serie de otros estímulos. Y los sujetos, obligados a tamborilear con las puntas de los dedos, a pronunciar frases, a resolver acertijos y a realizar muchas más cosas diversas, quedaban reducidos a una absoluta inepcia.

Los resultados muestran, sin lugar a dudas, que, sea cual fuere la tarea, existe una velocidad por encima de la cual aquélla no puede realizarse, y no simplemente por falta de destreza muscular (12). La velocidad tope es muchas veces impuesta por limitaciones mentales, más que musculares. Estos experimentos revelan también que cuanto mayor es el número de alternativas de opción presentadas al sujeto, más tarda éste en tomar una decisión y llevarla a la práctica.

Estos descubrimientos pueden, sin duda, ayudarnos a comprender ciertas formas de trastornos psicológicos. Los managers acosados por la necesidad de tomar decisiones rápidas, incesantes y complejas; los alumnos abrumados por un alud de datos y sometidos a repetidas pruebas; las amas de casa que tienen que aguantar el llanto de los pequeños, el timbre del teléfono, la lavadora que se estropea, el estruendo del rock and roll en el cuarto de los hijos mayores y el parloteo de la televisión en el cuarto de estar; todos ellos pueden darse cuenta de que su capacidad de actuar y pensar con claridad se ve superada por las olas de información que baten sus sentidos. Es más que posible que algunos de los síntomas observados en los soldados con psicosis de guerra, en las víctimas de las catástrofes y en los viajeros atacados por el «shock» cultural, tengan algo que ver con esta sobrecarga de información.

Uno de los pioneros en el estudio de la información, el doctor James G. Miller, director del «Mental Health Research Institute», de la Universidad de Michigan, declara, lisa y llanamente, que «saturar a una persona con más información de la que es capaz de digerir, puede... originar trastornos». En realidad, opina que la sobrecarga de información puede estar relacionada con varias formas de enfermedad mental (13).


Por ejemplo, una de las facetas más curiosas de la esquizofrenia es «una respuesta asociativa incorrecta». Ideas y palabras que deberían estar enlazadas en la mente del sujeto, no lo están, y viceversa. El esquizofrénico tiende a pensar estableciendo categorías arbitrarias o sumamente personalizadas. Si se presenta una serie de figuras diferentes —triángulos, cubos, conos, etc.— a una persona normal, lo más probable es que ésta las clasifique según sus formas geométricas. Si se pide al esquizofrénico que las clasifique, probablemente dirá: «Todos son soldados», o bien, «Me hacen sentirme triste».


En el libro Disorders of Communication, Miller describe experimentos en los que se utilizaron las asociaciones de palabras para comparar a los normales y los esquizofrénicos. Los sujetos normales eran divididos en dos grupos, y se les pedía que asociasen diversas palabras con otras palabras o ideas. Uno de los grupos trabajaba a ritmo corriente. El otro lo hacía con mayor rapidez, es decir, en condiciones de rápida entrada de información. Los sujetos apremiados por el tiempo emitían respuestas más parecidas a las de los esquizofrénicos que a las de los normales que trabajaban a ritmo más pausado.


Otros experimentos parecidos, realizados por los psicólogos G. Usdansky y L. J. Chapman, permitieron un análisis más completo de los tipos de errores cometidos por sujetos que trabajaban a un ritmo forzado, bajo un mayor caudal de información. También se llegó a la conclusión de que el aumento de velocidad en las respuestas provocaban, en los normales, una serie de errores característicos de los esquizofrénicos (14).


«Podríamos deducir —declara Miller— ... que la esquizofrenia (por algún proceso aún desconocido, tal vez un defecto metabólico que aumenta el "ruido" nervioso) reduce la capacidad de los canales que intervienen en el proceso de la información cognoscitiva. Por consiguiente, al recibir información a ritmo normal, los esquizofrénicos experimentan las mismas dificultades con que tropiezan las personas normales que la reciben a ritmo acelerado. Como consecuencia de ello, los esquizofrénicos cometen, a un ritmo corriente, los mismos errores que los normales sometidos a un ritmo rápido y forzado de información.»


En suma, Miller sostiene que la defectuosa actuación del hombre bajo una carga excesiva de información puede mantener una relación con la psicopatología, que todavía no hemos empezado a estudiar. Sin embargo, aun desconociendo su impacto potencial, aceleramos el ritmo general de cambio en la sociedad. Obligamos a las personas a adaptarse a un nuevo ritmo vital, a enfrentarse con nuevas situaciones y dominarlas en intervalos de tiempo cada vez más breves. Las obligamos a escoger entre opciones que se multiplican rápidamente. Dicho de otro modo las obligamos a manejar la información a un ritmo mucho más veloz que el que se necesitaba en las sociedades de lenta evolución. Es indudable que sometemos al menos a algunas de ellas a un excesivo estímulo cognoscitivo. Las consecuencias que esto puede tener en la salud mental de las sociedades tecnológicas es algo que está aún por determinar.


TENSIÓN DE DECISIÓN

Tanto si sometemos a grandes masas de hombres a una sobrecarga de información, como si no lo hacemos, lo cierto es que influimos negativamente en su comportamiento al imponerles una tercera forma de estímulo excesivo: la tensión decisoria. Muchos individuos, atrapados en un medio monótono o que cambia lentamente, ansian desempeñar nuevos papeles o funciones que les obliguen a tomar decisiones más rápidas y complejas. Pero entre los hombres del futuro el problema se invierte. «Decisiones, decisiones...», murmuran, mientras pasan vertiginosamente de una tarea a otra. La razón de que se sientan acosados y trastornados es que la transitoriedad, la novedad y la diversidad plantean exigencias contradictorias, y por esto los colocan ante penosísimos dilemas.


El impulso acelerador y su acompañante psicológico, la transitoriedad, obligan a acelerar el tempo de la toma de decisiones públicas y privadas. Nuevas necesidades, nuevas urgencias y crisis exigen rápidas respuestas. Pero la propia novedad de las circunstancias provoca un cambio revolucionario en la naturaleza de las decisiones que el hombre debe tomar. La rápida introducción de novedad en el medio trastorna el delicado equilibrio de las decisiones «programadas» y «no programadas» en nuestras organizaciones y en nuestras vidas privadas.


La decisión programada es rutinaria, reiterativa y fácil de tomar. El viajero abonado espera en el andén la llegada del tren de las 8'05. Sube al vagón, como lo viene haciendo diariamente desde hace meses o años. Como, hace mucho tiempo, resolvió que el tren de las 8'05 era el que más le convenía, su decisión actual de tomar este tren está ya programada. Más que una decisión parece un reflejo. Los criterios inmediatos en que se funda la decisión son relativamente sencillos y claros, y como todas las circunstancias le son conocidas apenas si tiene que realizar el menor esfuerzo mental. No tiene que manejar gran información. En este sentido, las decisiones programadas cuestan un precio psíquico muy bajo.


Esto contrasta con la clase de decisiones que el propio viajero abonado revuelve en su cabeza durante el trayecto a la ciudad. ¿Le conviene aceptar el nuevo empleo que acaba de ofrecerle la empresa X? ¿Debe comprar una nueva casa? ¿Debe correr una aventura con su secretaria? ¿Cómo conseguir que el Consejo de Dirección acepte su propuesta sobre la nueva campaña de publicidad? Estas preguntas exigen respuestas no rutinarias. Le obligan a tomar decisiones únicas u originales, que establecerán nuevos hábitos y normas de conducta. Tiene que sopesar y estudiar muchos factores. Tiene que manipular un gran caudal de información. Estas decisiones no están programadas. Exigen un elevado precio psíquico.

Para cada uno de nosotros la vida es una mezcla de ambas clases de decisiones. Si la proporción de decisiones programadas es excesiva, nada nos apremia; encontramos la vida aburrida y monótona. Incluso inconscientemente, buscamos la manera de introducir novedad en nuestras vidas, alterando de este modo la «mezcla» decisoria. Pero si en esta mezcla predominan excesivamente las decisiones no programadas, si nos enfrentamos con tantas situaciones nuevas que la programación resulta imposible, entonces la vida se vuelve dolorosamente desorganizada, agotadora y llena de angustia. Esta situación, llevada a su extremo límite, termina en la psicosis.

«El comportamiento racional —escribe el teórico de organización Bertram M. Gross (15)— ...incluye siempre una intrincada combinación de rutina y creatividad. La rutina es esencial porque libera energías creadoras para luchar con la entorpecedora serie de nuevos problemas para los que la rutina sería una solución irracional.»


Cuando somos incapaces de programar una gran parte de nuestras vidas, sufrimos por ello. «No hay persona más desgraciada —escribió William James— que aquella que... antes de encender cada cigarro, antes de beber una copa..., antes de empezar cualquier trabajo, tiene que reflexionar sobre ello.» Pues si no programamos ampliamente nuestro comportamiento, gastamos, para cosas triviales, enormes cantidades de energía en el proceso de información.


Por esto creamos hábitos. Observemos a un comité que suspende su sesión para almorzar y vuelve después a la misma sala: casi invariablemente, sus miembros buscan los mismos asientos que ocupaban antes. Algunos antropólogos acuden a la teoría de la «territorialidad» para explicar este comportamiento: la noción de que el hombre trata continuamente de hacerse un «territorio» sagrado.


Pero el hecho de que la programación ahorra energía para el manejo de la información, nos da una explicación más sencilla. La elección del mismo asiento nos ahorra la necesidad de buscar y sopesar otras posibilidades.


En un contexto familiar, podemos resolver muchos de nuestros problemas vitales a un bajo precio de decisiones programadas. El cambio y la novedad elevan el precio psíquico de la toma de decisiones, por ejemplo, cuando nos trasladamos a otro barrio nos vemos obligados a alterar viejas relaciones y a establecer nuevos hábitos o rutinas. Esto no puede hacerse sin prescindir de millares de decisiones anteriormente programadas y sin tomar series enteras de costosas decisiones originales y no programadas. Nos vemos obligados, en efecto, a una reprogramación personal.


Precisamente puede decirse esto mismo del que, sin estar preparado, visita una cultura para él exótica, o del que, sin salir de su propia sociedad, se ve lanzado al futuro sin previo aviso. La llegada del futuro, en forma de novedad y de cambio, hace caer en desuso todas las rutinas de comportamiento trabajosamente elaboradas. El hombre descubre, súbitamente y con espanto, que todas estas viejas rutinas, lejos de resolver sus problemas no hacen más que agudizarlos. Se le exigen decisiones nuevas, imposibles de programar. En una palabra: la novedad perturba la mezcla decisoria, inclinando la balanza hacia la forma más costosa y difícil de toma de decisiones (16).

Es cierto que algunas personas toleran la novedad mejor que otras. La mezcla óptima es diferente para cada uno de nosotros. Sin embargo, el número y el tipo de decisiones que se nos exigen no están bajo nuestro control autónomo. Es la sociedad quien determina, en el fondo, la mezcla de decisiones que hemos de tomar y el ritmo con que hemos de hacerlo. Actualmente, existe un oculto conflicto en nuestras vidas, entre las presiones de aceleración y las de novedad. Las primeras nos obligan a tomar decisiones más rápidas, mientras que las segundas nos impelen hacia tipos de decisiones más difíciles y que exigen más tiempo (17).


La angustia producida por este choque frontal se ve grandemente intensificada por la creciente diversidad. Pruebas irrefutables demuestran que al aumentar el número de opciones para el individuo, aumenta también la cantidad de información que éste necesita manejar para enfrentarse con ellas. Tests de laboratorio, practicados con hombres y animales, demuestran que cuantas más son las opciones, menor es el tiempo de reacción.


La actual crisis de decisión en las sociedades tecnológicas es fruto del choque frontal de estas tres exigencias incompatibles. Estas presiones, consideradas en suconjunto, justifican el término de «estímulo decisorio excesivo», y contribuyen a explicar la causa de que grandes masas de hombres de aquellas sociedades se sientan ya acosados, inútiles, incapaces de construir sus futuros particulares. La convicción de que la carrera es demasiado dura, de que las cosas están fuera de control, es consecuencia inevitable de aquella fuerza en colisión. Puesto que la aceleración incontrolada del cambio científico, tecnológico y social altera la facultad del individuo de tomar decisiones sensatas y adecuadas sobre su propio destino.


LA SOCIEDAD, AFECTADA POR EL «SHOCK» DEL FUTURO

El «shock» del futuro sobre un gran número de individuos tiene que afectar forzosamente a la razón de la sociedad en su conjunto. Actualmente, según Daniel P. Moynihan, principal asesor de la Casa Blanca para asuntos urbanos, los Estados Unidos «presentan las condiciones de un individuo víctima de un desquiciamiento nervioso». Pues el impacto acumulado de los excesivos estímulos sensoriales, cognoscitivos y decisorios, por no hablar de los defectos físicos de la sobrecarga nerviosa o endocrina, crea una enfermedad en nuestro medio.


Esta dolencia se refleja cada vez más en nuestra cultura, nuestra filosofía, nuestra actitud frente a la realidad. No es casual que tantas personas corrientes digan que el mundo es «un manicomio», y que el tema de la locura se haya convertido recientemente en elemento principal de la literatura, el arte, el teatro y el cine.


Peter Weis, en su obra Marat-Sade, retrata un mundo turbulento visto a través de los ojos de los reclusos en el asilo de Charenton. En películas como Morgan, la vida en el interior de un instituto mental es descrita como superior a la del mundo circundante. En Blow-Up, el momento culminante se produce cuando el protagonista toma parte en una partida de tenis en que los jugadores impulsan una pelota inexistente a un lado y otro de la red. Es su simbólica aceptación de lo irreal e irracional, su confesión de que ya no puede distinguir entre la ilusión y la realidad. En este momento, millones de espectadores se identifican con el protagonista.

La afirmación de que el mundo «se ha vuelto loco», el eslogan pintado en las paredes de que «la realidad es una muleta», el interés por las drogas alucinógenas, el entusiasmo por la astrología y el ocultismo, la busca de la verdad en la sensación, el éxtasis y la «experiencia cumbre», la desviación hacia un subjetivismo extremado, los ataques contra la ciencia, la progresiva creencia de que al hombre le ha fallado la razón, reflejan la experiencia cotidiana de masas de personas corrientes que descubren que no pueden enfrentarse racionalmente con el cambio.

Millones de personas sienten el ambiente patológico imperante, pero no logran comprender su origen. Este origen no reside en tal o cual doctrina política, y menos aún en algún núcleo místico de desesperación o aislamiento que se presume inherente a la «condición humana». Ni está en la ciencia, la tecnología o las legítimas exigencias de cambio social. En cambio, podemos buscarlo en la naturaleza incontrolada y no selectiva de nuestro lanzamiento hacia el futuro. Está en nuestro fracaso en dirigir, consciente e imaginativamente, la marcha hacia el superindustrialismo.


Así, a pesar de sus extraordinarios logros en el arte, la ciencia y la vida intelectual, moral y política, los Estados Unidos son una nación en que decenas de millares de jóvenes se evaden de la realidad y optan por la lasitud provocada por las drogas; una nación en que millones de padres se recluyen en un estupor provocado por las imágenes televisadas o en las nieblas del alcoholismo; una nación en la que legiones de ancianos vegetan y mueren en la soledad; en la que el abandono de la familia y del lugar de trabajo ha adquirido características de éxodo; en la que las masas calman su furiosa angustia con «Miltown», «Librium», «Equanil» u otros muchos tranquilizantes y sedantes psíquicos. Una nación así, sépalo o no, padece de «shock» del futuro.


«No pienso volver a América —dice Ronald Bierl (23), joven expatriado residente en Turquía—. Si uno puede restablecer su propia cordura, no tiene por qué preocuparse de la cordura de los demás. ¡Y son tantos los americanos que se vuelven locos de remate!» Son multitudes los que comparten esta nada halagadora opinión de la realidad americana. Aunque los europeos, los japoneses y los rusos se jactan de su presunta cordura, convendría preguntarnos si no empiezan ya a manifestarse entre ellos unos síntomas parecidos a los de América. ¿Son los americanos un caso único a este respecto, o sufren únicamente las primeras embestidas de un ataque contra la psique que pronto hará también tambalearse a otras naciones?


La racionalidad social presupone la racionalidad individual, y ésta, a su vez, depende no solamente de ciertas cualidades biológicas, sino también de la continuidad, el orden y la regularidad del medio. Se funda en cierta correlación entre el ritmo y la complejidad del cambio y las facultades de decisión del hombre.


Si aceleramos ciegamente el ritmo del cambio, el nivel de la novedad y la extensión de la opción, es que jugamos irreflexivamente con estas precondiciones de racionalidad del medio. Condenamos a innumerables millones de seres humanos al «shock» del futuro.


(*) Publicado originalmente el año 2006 en mi antiguo blog Conexiones de La Coctelera.

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